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Ha sido una parte imprescindible de la cultura occidental, iluminando la vida de miles de millones de personas durante los últimos 140 años, pero la tecnología moderna y la búsqueda de la sostenibilidad medioambiental han aunado fuerzas para poner fin a su popularidad. A medida que se extiende la prohibición de su uso alrededor del mundo, la bombilla incandescente parece condenada a apagarse para siempre.

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Ha sido una parte imprescindible de la cultura occidental, iluminando la vida de miles de millones de personas durante los últimos 140 años, pero la tecnología moderna y la búsqueda de la sostenibilidad medioambiental han aunado fuerzas para poner fin a su popularidad. A medida que se extiende la prohibición de su uso alrededor del mundo, la bombilla incandescente parece condenada a apagarse para siempre.

 

Industria

La bombilla incandescente se apaga y, en opinión de muchos, es un final injusto para un invento que cambió el mundo para siempre.

La luz emitida por una bombilla incandescente se produce cuando una corriente eléctrica pasa a través de un delgado filamento en un globo de vidrio sin oxígeno. El calor producido le hace irradiar una brillante luz blanca. La tecnología apenas ha sufrido cambios desde 1879, cuando el inventor norteamericano Thomas Edison lanzó al mercado una lámpara eléctrica patentada que utilizaba un filamento de bambú carbonizado conectado a unos hilos de contacto de metal que podían durar más de 1.200 horas.

«Cuando piensas en todo lo que ha pasado en el mundo desde entonces, es asombroso que todavía usemos su invento», dice Joe Rey-Barreau, profesor adjunto de la Escuela de Diseño de Interiores de la Universidad de Kentucky, Estados Unidos, experto en entornos luminosos y diseño de iluminación. Explica que hubo tres factores básicos que diferenciaron a la bombilla de Edison de otras 20 competidoras: el desarrollo y uso de material incandescente de larga duración, el alto grado de vacío logrado mediante el uso de la bomba de Sprengel y una resistencia elevada que hacía económicamente viable la distribución de energía desde una fuente centralizada. Pero, dice, la omnipresencia de la bombilla en los mercados residenciales de Norteamérica y Europa desde hace más de un siglo se debe sobre todo a su bajo coste y las propiedades reconfortantes de la propia luz incandescente.

«Comparadas con las luces fluorescentes, que se implantaron en los mercados comerciales e industriales hace 40 años por su mayor durabilidad, las bombillas incandescentes son muy baratas», dice. «También tienen cualidades que no tienen otras formas de iluminación». Además de tener un brillo regulable y producir una luz excelente para la lectura, dice Rey-Barreau, los 2.700 grados Kelvin de temperatura de la luz incandescente «por su propia naturaleza, tienden a darle a la piel humana un brillo saludable».

«A las bombillas incandescentes se las ha descrito como fuego en una botella», dice Rey-Barreau. «Se trata de calentar un metal hasta que se vuelva incandescente, con lo que también desprende un calor agradable. Como resultado de todo esto, se ha creado una especie de vínculo cultural».

Por desgracia, son precisamente estas propiedades entrañables las que han condenado a la bombilla incandescente a desaparecer. En los últimos años, los esfuerzos por reducir el consumo eléctrico y las emisiones de gases de efecto invernadero inspirados en el Protocolo de Kioto, se han centrado cada vez más en la iluminación, que representa cerca del 20 por ciento del consumo global de electricidad. Y desde el primer momento, la bombilla incandescente, que sólo usa el 5 por ciento de la electricidad que fluye por el filamento para producir luz (el 95 por ciento restante se disipa en el aire en forma de calor), ha sido tachada de Enemigo Público Nº 1.

Brasil, Venezuela y Cuba fueron los primeros países en tomar medidas. A partir de 2005, promulgaron leyes que prohibieron con efecto inmediato o de forma escalonada la venta y/o importación de bombillas incandescentes. Desde entonces, docenas de países, incluyendo Australia, la Unión Europea, Argentina, Rusia y Canadá, han implantado sus propios calendarios para la sustitución de la bombilla incandescente.

El Reino Unido también proyecta prohibir la venta de bombillas incandescentes en 2011, poniendo fin a una relación de 130 años que empezó en 1881 cuando el londinense Teatro Savoy se convirtió en el primer edificio público del mundo iluminado íntegramente con las bombillas de Edison. Incluso el país donde Edison encendió la primera bombilla eléctrica se sumó al movimiento anti-incandescente en 2007, cuando el entonces presidente George Bush aprobó una propuesta de ley sobre energía que especifica niveles de eficiencia energética creciente a partir de 2012. Según los expertos, las viejas bombillas pronto serán incapaces de cumplir con esto.

Una vez eliminada la costumbre de usar las despilfarradoras bombillas incandescentes, los consumidores de todo el mundo podrán elegir entre una gama cada vez más amplia de luces más eficientes (pero también mucho más caras), entre las cuales destacan las lámparas fluorescentes compactas (CFLs) y los diodos emisores de luz (LEDs). «La industria y el público van a la par en este tema», dice Larry Lauck, director general de la Asociación Americana de Iluminación, que representa a fabricantes estadounidenses de luces como General Electric, la compañía fundada por Edison hace 118 años y que se rumorea está trabajando duro para desarrollar una nueva generación de bombillas incandescentes capaces de cumplir las normas futuras. «Cuando la energía era barata, a nadie le preocupaba eso».

Pero los escépticos, y son muchos, cuestionan si tanta prisa por prescindir de la bombilla incandescente está justificada. Además de dudas sobre la calidad de la luz y la variedad de CFLs disponibles para enchufarlas en miles de millones de electrodomésticos e instalaciones – desde estufas y candelabros hasta aparatos y linternas – los ecologistas señalan que las CFLs contienen mercurio, lo que significa que simplemente no se podrán tirar a la basura como las bombillas incandescentes no tóxicas. Muchas personas también atribuyen un valor terapéutico a la luz incandescente.

Además está el aspecto económico. «Como consumidores», escribió Brian Carney, miembro del comité editorial del Wall Street Journal, después de la promulgación de la ley de energía estadounidense, «nos acaban de pasar, forzosamente, a un producto ‘mejor’. Lo que más llama la atención sobre esta interferencia en los mercados es que la actual bombilla básicamente no tiene nada de malo. No es un juguete con pintura de plomo o un imán que perforará los intestinos de tu hijo si lo traga. Es lo que es y, para la mayoría de los personas en la mayoría de las aplicaciones, estaba bien. Pero los fabricantes de bombillas y los ecologistas convencieron al Congreso de que la prohibiera por la única razón de que creían que estaríamos mejor con otra cosa».

Rey-Barreau coincide. Hay mucha frustración», comenta. «He oído a gente decir que comprarán un camión entero de bombillas incandescentes a 50 centavos la unidad, esperarán cinco años y luego las venderán a 10 dólares la unidad». Eso recuerda las compras masivas que tuvieron lugar en varios países europeos en 2009. Sobre todo en la República Checa, donde el Presidente Vaclav Klaus dijo que «compraría bombillas suficientes para durarme el resto de mi vida».

Con todo ello, parece que aún queda un rayo de esperanza para uno de los subproductos más simpáticos de la bombilla incandescente: los chistes. Por ejemplo, éste del sitio web weirdity.com de Andrew Heenan: Una señora entra en una tienda y pide una caja de bombillas de bajo consumo. «Son 4 euros», dice el comerciante. «¿4 euros?», exclama la señora. «Sólo valen 3,50 euros en la tienda al lado». «Pues, ¿por que no las compra allí?», pregunta el comerciante. «Lo haría», contesta, «pero no les quedan». «Ah», dice el comerciante, «las nuestras sólo valen 1,99 euros cuando no nos queda ninguna».